Thursday, November 04, 2004

La Orgía

Antes del triunfo del cristianismo en Europa no existía el concepto de compasión o de amor al prójimo, a nadie se le habría ocurrido tampoco que el sufrimiento físico fuera provechoso para el alma. La idea de negar el placer con el propósito de desarrollar un estado superior de conciencia ya se había formulado, pero no tenía gran aceptación popular. La filosofía espartana basada en la severidad y la disciplina sólo tuvo adeptos entre guerreros. Epicúreo representaba mejor la tendencia de su tiempo. La tierra y lo que contiene fueron creados por los dioses para el uso y goce de los hombres... bueno, a veces también de las mujeres. En las culturas griega y romana el placer era un fin en sí mismo, en ningun caso un vicio que luego fuera necesario expiar. Las clases altas vivían en el ocio, ajenas por completo al sentido de culpa, puesto que el trabajo no era virtud sino fatalidad, indiferentes a la suerte de los nuevos afortunados y rodeados de esclavos a los cuales podían atormentar a su antojo. En las fiestas romanas, que solian durar varios dias, se derrochaban fortunas en una competencia inacabable por superar las extravagancias de otros anfitriones: desfilaban unos tras otros los platos mas exquisitos y novedosos, regados por los mejores vinos; los esclavos cubrian los suelos con capas renovadas de pétalos de flores frescas, rociaban perfumes sobre los comensales, limpiaban los vómitos y ofrecian baños -a veces en tinas de vino espumante- masajes y túnicas limpias, músicos, magos, cómicos y danzarines divertían a los participantes; enanos y monstruos hacian piruetas; animales exóticos se exhibian en jaulas antes de ir a parar a las ollas de los cocineros; gladiadores se batían a muerte entre las mesas y hermosas esclavas drogadas se sometían a toda suerte de infamias. Al final exhaustos y a menudo enfermos, los invitados regresaban a sus casas a purgarse, sin sospechar que en las cocinas, en los patios, en las calles, en todas partes, los esclavos propagaban en susurros una extraña fe que habría de acabar con el mundo tal como ellos lo concebían. pp. 82-83
Afrodita. Isabel Allende.
Plaza Janés.

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